El relojero
En mi barrio hay un relojero. Imagino que habrá varios, pero este, el que yo conozco, es un tipo peculiar. Cuando entro en su comercio y le digo buenas tardes y le pregunto si puede cambiarle la pila a mi reloj, masculla un saludo distante, prácticamente incomprensible, y yo imagino que es un hombre antipático, o que llego en mala hora. Pero mientras aparta el reloj que tiene entre las manos y levanta el mío para observarlo de arriba abajo, yo le observo a él y me doy cuenta de que es un hombre extraño, desproporcionado, muy alto y demasiado delgado, con alguna enfermedad que limita su capacidad de movimiento y le ha dejado las manos y el cuello retorcidos como una cepa centenaria. Una mezcla entre Stephen Hawking y el Langui.
Mientras le quita los tornillos a la tapa de mi reloj advierto que, de vez en cuando, un calambre le recorre el cuerpo y llega hasta sus dedos largiluchos: una especie de tic. El segundo tornillo cae el suelo y me pregunto entonces si he entrado en el lugar adecuado, pero bastan dos minutos para darme cuenta de que este hombre es minucioso y tiene una paciencia y una pulcritud en sus movimientos que superan con creces a la enfermedad que los limita. Le veo trabajar y me doy cuenta, en serio, de que mi reloj no podría estar en mejores manos. Entonces me relajo y contemplo cómo procede, encorvado sobre su pequeño tapete, en una mesa repleta de engranajes, manecillas, ruedas y otras piezas minúsculas.
Como la cosa va lenta, me da tiempo también a echar una ojeada al resto del local, que es igualmente peculiar: suenan canciones romanticonas (“Vivo por ella sin saber, si la encontré o me ha encontrado…”) y el ambiente es un poco rancio, un poco recargado, pero sin ninguna estridencia. Sospecho, tal vez me equivoque, que el relojero es un tipo solitario; que toda su vida cabe en ese tapete de veinte centímetros cuadrados donde ahora está mi reloj abierto en canal. Me lo imagino cenando sopa en Nochebuena, solo, delante de una mesa camilla en un cuarto con olor a naftalina y papel pintado, enamorado inútilmente de la vecina del sexto, en quien piensa mientras mira la tele sin ver nada.
Al cabo de un rato intercambiamos algunas frases. Las suyas duran una eternidad, porque la puta enfermedad también le tiene cogido por la lengua. Así que le escucho con paciencia mientras se inclina como un forense sobre mi reloj y me cuenta que lleva cuarenta años arreglando relojes y también que sus colegas, los otros relojeros, le preguntaron una vez cuánto cobra por cambiarle la pila a un peluco de oro. Él respondió que cobra siempre lo mismo, tres euros y medio, sea el reloj de lo que sea, y desde entonces sus colegas los relojeros, que cobran el triple por cambiar la pila si el peluco es de oro, le tienen por tonto. Me lo cuenta y comprendo al instante que el relojero no quiere apuntarse un tanto, no me lo cuenta por lo bueno que este dato pueda decir sobre él; me lo cuenta porque no concibe que alguien cobre once euros por cambiarle la pila a un reloj.
El relojero parece frío, pero es un tierno. Parece torpe, pero es un puñetero manitas. Parece tonto (a sus colegas los relojeros), pero no es nada más –ni nada menos– que un tipo honrado. A estas alturas, mi reloj de nuevo late (o lo que hagan los relojes) y el relojero me lo entrega después de ponerlo escrupulosamente en hora. Le pago los tres euros y medio, me despido y me voy con una sensación extraña, como si le debiera algo más aparte del dinero que le he pagado; como esos pacientes que acaban volviendo a la consulta del cirujano que les ha operado la rodilla con unos bombones o una paletilla ibérica en señal de agradecimiento.
Yo no uso reloj, no podría llevarlo. Este, el de la pila, me lo regalaron unas navidades y lo guardo en su caja tal y como vino de la tienda. Cuando te regalan un reloj, decía Cortázar, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. Yo no llevo reloj. Pero de vez en cuando lo saco de la caja y lo miro con la esperanza de encontrármelo parado y tener así una excusa para visitar al relojero y pagarle tres cincuenta por verle trabajar un rato y escuchar alguna de las frases que luego rumio mientras camino de vuelta a casa.
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Mientras le quita los tornillos a la tapa de mi reloj advierto que, de vez en cuando, un calambre le recorre el cuerpo y llega hasta sus dedos largiluchos: una especie de tic. El segundo tornillo cae el suelo y me pregunto entonces si he entrado en el lugar adecuado, pero bastan dos minutos para darme cuenta de que este hombre es minucioso y tiene una paciencia y una pulcritud en sus movimientos que superan con creces a la enfermedad que los limita. Le veo trabajar y me doy cuenta, en serio, de que mi reloj no podría estar en mejores manos. Entonces me relajo y contemplo cómo procede, encorvado sobre su pequeño tapete, en una mesa repleta de engranajes, manecillas, ruedas y otras piezas minúsculas.
Como la cosa va lenta, me da tiempo también a echar una ojeada al resto del local, que es igualmente peculiar: suenan canciones romanticonas (“Vivo por ella sin saber, si la encontré o me ha encontrado…”) y el ambiente es un poco rancio, un poco recargado, pero sin ninguna estridencia. Sospecho, tal vez me equivoque, que el relojero es un tipo solitario; que toda su vida cabe en ese tapete de veinte centímetros cuadrados donde ahora está mi reloj abierto en canal. Me lo imagino cenando sopa en Nochebuena, solo, delante de una mesa camilla en un cuarto con olor a naftalina y papel pintado, enamorado inútilmente de la vecina del sexto, en quien piensa mientras mira la tele sin ver nada.
Al cabo de un rato intercambiamos algunas frases. Las suyas duran una eternidad, porque la puta enfermedad también le tiene cogido por la lengua. Así que le escucho con paciencia mientras se inclina como un forense sobre mi reloj y me cuenta que lleva cuarenta años arreglando relojes y también que sus colegas, los otros relojeros, le preguntaron una vez cuánto cobra por cambiarle la pila a un peluco de oro. Él respondió que cobra siempre lo mismo, tres euros y medio, sea el reloj de lo que sea, y desde entonces sus colegas los relojeros, que cobran el triple por cambiar la pila si el peluco es de oro, le tienen por tonto. Me lo cuenta y comprendo al instante que el relojero no quiere apuntarse un tanto, no me lo cuenta por lo bueno que este dato pueda decir sobre él; me lo cuenta porque no concibe que alguien cobre once euros por cambiarle la pila a un reloj.
El relojero parece frío, pero es un tierno. Parece torpe, pero es un puñetero manitas. Parece tonto (a sus colegas los relojeros), pero no es nada más –ni nada menos– que un tipo honrado. A estas alturas, mi reloj de nuevo late (o lo que hagan los relojes) y el relojero me lo entrega después de ponerlo escrupulosamente en hora. Le pago los tres euros y medio, me despido y me voy con una sensación extraña, como si le debiera algo más aparte del dinero que le he pagado; como esos pacientes que acaban volviendo a la consulta del cirujano que les ha operado la rodilla con unos bombones o una paletilla ibérica en señal de agradecimiento.
Yo no uso reloj, no podría llevarlo. Este, el de la pila, me lo regalaron unas navidades y lo guardo en su caja tal y como vino de la tienda. Cuando te regalan un reloj, decía Cortázar, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. Yo no llevo reloj. Pero de vez en cuando lo saco de la caja y lo miro con la esperanza de encontrármelo parado y tener así una excusa para visitar al relojero y pagarle tres cincuenta por verle trabajar un rato y escuchar alguna de las frases que luego rumio mientras camino de vuelta a casa.