Pasear

Cada vez lo hago menos, pero me gusta revolcarme por la hierba (o subir –como diría el otro– a dar una voltereta a la azotea) y después, con las terminaciones nerviosas meciéndose como un ejército de girasoles que buscan la luz, salir a la calle a pasear, el vidrio en los ojos, el tiempo en el bolsillo interior del abrigo y diez euros en calderilla para tomar dos cervezas antes de volver a casa. 

Zarpar sin rumbo desde el quicio de la puerta hacia los ramales atorados de gente, a pie, sin prisa; arrojar el esqueleto a la riada de huesos que son las calles de la ciudad a las ocho de la tarde y dejarse naufragar.

Se aguzan los sentidos con la hierba, se activan todos los sensores, se yerguen las antenas. El cuerpo entero es un enorme receptor por el que entra el mundo. Todo es más intenso y más hermoso y aumenta el placer que producen las pocas cosas que aún producen placer. Soy un enorme clítoris que anda; me estremece la música o las luces; divago a la deriva. Miro los zapatos de los escaparates, luego mis zapatos, luego los zapatos de los otros, y pienso que hay dos tipos de personas: los que se pisan los zapatos, o sea los que con un pie se pisan el otro pie mientras están sentados, concentrados o nerviosos, y los que jamás lo hacen, ni lo harían ni lo harán. Un político jamás se pisaría los zapatos, ni un banquero. Supongo que hay una ley natural. Quiero decir, supongo que este hecho viene regulado por cosas como la neurología o el horóscopo.

Esperar a que las calles se vacíen y seguir remando entre pórticos del siglo XV y fachadas platerescas; arrastrarse bajo el silencio medieval de los arbotantes y los farolillos y terminar encallando en cualquier bar de mala muerte, donde entre ruido de vasos una mujer coge su guitarra y canta un fado. Enamorarse de la guitarra, del fado y hasta de la mujer, justo cuando cierra los ojos, se pisa un zapato con el otro y dice Vem saber se o mar terá razão. Salir del bar y tardar diez años en volver a casa, oyendo cantos de sirena donde solo pasan ambulancias, a riesgo de que cuando uno entre y solo los perros le reconozcan sea, tal vez, demasiado tarde.

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