La rutina
Se acabó lo bueno. Oigo el despertador gritando que ya es la hora, que hay que ir a trabajar. Se acabaron las fiestas, las comilonas, los viajes, los regalos… Me incorporo en la cama desorientado, camino por el pasillo y me siento en el retrete (a estas horas nunca encuentro ni el espíritu necesario para orinar de pie). Me acicalo frente al espejo y pienso en la rutina. Me viene a la cabeza la historia de un tío que conocí, cuya vida era sota, caballo y rey, quiero decir, siempre lo mismo, dentro de la más absoluta rutina, sin lugar para cualquier pequeña improvisación o alteración en el orden cotidiano de sus cosas. Sin embargo, y a pesar de ser una persona bastante cuadriculada, el tipo era consciente de lo nefasto que puede resultar en la vida una repetición tan meticulosa de los días, y por ello decidió reservar una tarde a la semana para, según él mismo explicaba, romper con la monotonía haciendo algo diferente a lo que hacía el resto de los días. Desde entonces, los martes por la tarde salía impecable a caminar por el parque. Compraba el diario y lo leía sentado en un banco; luego miraba a las chicas pasar, echaba un poco de pan a las palomas y ponía rumbo de vuelta a su casa parando en los escaparates hasta llegar al bar de su calle, donde se tomaba un vino o una caña antes de subir a casa con la agradable sensación de haberle ganado una mano a la rutina. Así durante años y años. Cada martes el mismo diario, que hojeaba en riguroso orden -desde atrás hacia delante- sentado a la misma hora en el mismo banco del mismo parque. Cada martes las mismas chicas, las mismas palomas, los mismos escaparates, el mismo bar; a veces vino y otras veces caña, pero siempre, al subir las escaleras, esa agradable y estúpida sensación de haberle ganado una mano a la rutina.
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