Temprano
Por las mañanas, temprano, las ciudades transpiran tristeza. De las afueras hacia el centro, por las calles recién regadas, camina una procesión de gente que arrastra pegadas a sus legañas todas las frustraciones del pasado, el desasosiego de una noche mal dormida, lo que pudo haber sido y no fue…
La alegría, al menos en las grandes ciudades, no sale a la calle hasta bien entrada la tarde. Entonces sí: el sol riega los tejados, las parejas caminan de la mano y se detienen a morderse los labios junto a las farolas y en los parques; los niños corren y llenan el aire con sus gritos; los mayores dejan atrás una cadena perpetua de facturas y albaranes, de uniformes y horas extras mal remuneradas, y todo el mundo se siente un poco más libre… Pero por la mañana, temprano, hay un silencio en las calles que es casi una amenaza de muerte, y la gente camina con la cabeza baja y con miedo de volver la mirada atrás, como si algo indefinido les persiguiera con las peores intenciones.
Sólo los que regresan de la borrachera y el desenfreno son libres a las ocho de la mañana y, porque lo saben, observan burlones a los que acuden en silencio a sus puestos de trabajo, les increpan, murmuran sus maldiciones de borrachos y continúan su camino tortuoso hasta un sueño más cercano al coma que al descanso, o hasta el único garito que se salta a la torera los horarios de cierre, en busca de un desayuno a base de ron de garrafa y morreos de baratillo.
Bendito sea el que vuelve a casa silbando cuando tocan diana para el resto de los mortales y nos levanta un dedo descojonándose de risa, los zapatos en la mano, meándose en los charcos y en la responsabilidad y en los horarios y en la puta madre que parió a los relojes. Bendito sea, aunque mañana tenga que calzarse un traje de Zara y se tome dos termalgines mientras se mira el peluco y piensa que nunca llegarán las siete y que quizás haya llegado ya el día de sentar la cabeza de una vez por todas.
La alegría, al menos en las grandes ciudades, no sale a la calle hasta bien entrada la tarde. Entonces sí: el sol riega los tejados, las parejas caminan de la mano y se detienen a morderse los labios junto a las farolas y en los parques; los niños corren y llenan el aire con sus gritos; los mayores dejan atrás una cadena perpetua de facturas y albaranes, de uniformes y horas extras mal remuneradas, y todo el mundo se siente un poco más libre… Pero por la mañana, temprano, hay un silencio en las calles que es casi una amenaza de muerte, y la gente camina con la cabeza baja y con miedo de volver la mirada atrás, como si algo indefinido les persiguiera con las peores intenciones.
Sólo los que regresan de la borrachera y el desenfreno son libres a las ocho de la mañana y, porque lo saben, observan burlones a los que acuden en silencio a sus puestos de trabajo, les increpan, murmuran sus maldiciones de borrachos y continúan su camino tortuoso hasta un sueño más cercano al coma que al descanso, o hasta el único garito que se salta a la torera los horarios de cierre, en busca de un desayuno a base de ron de garrafa y morreos de baratillo.
Bendito sea el que vuelve a casa silbando cuando tocan diana para el resto de los mortales y nos levanta un dedo descojonándose de risa, los zapatos en la mano, meándose en los charcos y en la responsabilidad y en los horarios y en la puta madre que parió a los relojes. Bendito sea, aunque mañana tenga que calzarse un traje de Zara y se tome dos termalgines mientras se mira el peluco y piensa que nunca llegarán las siete y que quizás haya llegado ya el día de sentar la cabeza de una vez por todas.
1 comentarios:
jajajaj, sin duda desvarios varios.
cuantas veces has pensado tu eso eh manguan!!
j.
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