Matar al cíclope

Los viernes tienen la emoción de que, llegadas las 14,30 h., me doy el gustazo de vencer al ignominioso cíclope con doble procesador Dual-Core Intel Xeon que cada día me observa y me absorbe con su ojo plano de 20 pulgadas, arrebatándome durante ocho horas todo lo que fluye de mi cráneo para dentro. Y así, henchido por la victoria, salgo de la cueva como Odiseo tras acabar con Polifemo, sintiéndome libre al fin, aunque sabiendo que mi libertad he de consumirla preferentemente antes del domingo por la tarde, momento a partir del cual empieza a coger cierto tufillo a jamón de york olvidado fuera del frigo. Pero en fin, menos es nada, y esas horas de asueto las agradece el cuerpo y, sobre todo, la mente. Por eso debe ser que, ya desde media mañana, unas cosquillitas se instalan en la boca del estómago y uno se siente como a punto de dar un salto. "Flop! Ahí os quedáis. A partir de ahora me cago en las tintas planas y en la cuatricromía, en la encuadernación rústica, en el nuevo logotipo, en el offset y en los estucados - ya sean mate, ya sean brillo -, en la foto de portada, en el texto de la intro, en la errata del folleto... ¡A chuparla!, que diría Evaristo".

Y silba-silbando salgo a la calle, me monto en el choche y huyo. Huyo hacia todas partes y hacia ningún lado; huyo de todo, de todos, de todas; huyo sin mirar atrás y sin remordimientos, desesperado, sin contemplaciones, caiga quien caiga y le pese a quien le pese; huyo pensando que esta vez quizá no vuelva ni el lunes ni el martes ni nunca y huyo confiando en que la suerte, puta de lujo, me espere a la vuelta de cualquier esquina.

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