Ícaro

En algunas zonas de Castilla sucede a la hora de la siesta que la llanura se vuelve obstinada y el silencio cae sobre las cosas pesado como el plomo. Basta levantar los ojos para alcanzar con la vista la línea del horizonte, sin encontrar a medio camino más que un palomar en ruinas y un arado abandonado, y basta cerrarlos un instante para intuir al hombre de otro tiempo contemplando esa línea tan difusa y definida a la vez, preguntándole al viento qué horrores o qué promesas colocó Dios al otro lado de aquel misterio tan horizontal. Esa incógnita ha ido preñando su estómago de incertidumbre y coraje durante largas jornadas y ahora, al fin, revisa por última vez los nudos, acicala las plumas, comprueba la cera a lo largo de toda la envergadura; luego atravesará el llano corriendo y batiendo las alas hasta que el aleteo recién aprendido consiga elevarlo, arrancarlo del suelo y, por un instante, justo antes de que el Sol derrita la cera y le haga caer, conseguirá alcanzar con la vista el otro lado, más allá de la línea del horizonte, donde apenas hallará nada: un palomar en ruinas, un arado abandonado y otro hombre que late y levanta la cabeza y le pregunta una y otra vez al viento qué horrores o qué promesas colocó Dios a este lado de aquel misterio tan horizontal.

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